* Este cuento es un ejercicio. Lo escribí de una sola vez, y no se ha corregido ni revisado, porque nunca se iba a publicar. Puede estar un poco confuso. Se lo regalé a mi amiga en su cumpleaños, y fue hecho ese mismo día, ese mismo momento.
Desde
este lugar veo mis pies, al fondo, seguidos de un telón de tierra
seca. Los brazos abiertos y asoleados se estiran hacia cada uno de
los puntos cardinales, clavados en un tronco bañado con sangre. Me
cuesta respirar, y el dolor de mi pecho no es nada comparado con el
de mis pies, coronados por un clavo de metal que los sujeta a un
madero que parece surgir del fondo de las rocas, rasgando el cerro
con mis lamentos. En mi cabeza, una corona de espinas se clava hasta
los huesos del cráneo, y la sangre que corre por mi cara se mezcla
con el sudor y el polvo que llega a mi boca, con un gusto metálico y
salado. Corre viento y el sol al final de la tarde pareciera no
querer irse sin ver el final del espectáculo que estos tres
miserables dan en el cerro. Abajo un par de tipos con lanzas miran
hacia el frente, y mantiene alejadas a un montón de mujeres que
tratan en vano de acercarse a limpiarme. Uno de ellos, bota una jarra
de agua y se ríe, le dice que mejor vaya a alimentar a sus hijos y
deje que la muerte reclame lo que es suyo. Ella lo mira y con los
ojos a punto de explotar en llanto le dice que yo soy su hijo, carne
de su carne y sangre de su sangre. El tipo le dice algo que no
entiendo, mientras empuña su lanza y la mujer se aleja. Yo no la
conozco como madre, es primera vez que la veo, aunque a decir verdad
es primera vez que veo a todo lo que aparece frente a mis ojos. ¿Qué
hice para estar acá? No logro asociar imágenes, espacio ni tiempo.
Lo
último que alcanzo es ver el camino frente a mí, y mis manos en el
volante. La carretera se abre espacio, y avanzo a toda velocidad por
entre los árboles, sin destino conocido, solamente dejando pasar
kilómetros, ciudades, ríos y valles cuyo nombre no recuerdo. A mi
lado estas tu, durmiendo, con tu pequeño cuerpo acurrucado en el
asiento, y tapada con mi chaqueta. El viento que se cuela por la
ventana te agita el pelo lacio que se mueve en tus mejillas pálidas
como la nieve que se ve en lo alto de las montañas donde comenzamos
a avanzar. Pareces dormir en un sueño eterno, de gravidez y calma
que no se encuentran en el común de las expediciones y festines con
Morfeo. Detengo el motor del auto, rápidamente me bajo y abro la
maleta. Cuerdas, una pala, un saco, no necesito más. Comienzo a
cavar, con la tenue luz de la luna que se asoma por un costado, en
que la nieve comienza a dar paso a la negra tierra que tiñe el
agujero que crece y crece. En cada pala de tierra que sale, una
imagen se me viene a la mente. La visión nefasta de no tenerte, el
despertar solo en la mañana y sentir el vacío, el llegar a tu casa
y no encontrarte donde siempre estabas, el entrar sigiloso y avanzar
hacia el cerco que aparece en la noche y verte desnuda, tirada en el
piso durmiendo conmigo.
Pero
no soy yo, ese no es mi cuerpo, ni esas mis manos. Aquel no es mi
cabello, ni el pecho donde ahora apoyas tu rostro no es el mío. Tan
distinta y tan igual te ves, ahora tirada en mi auto mientras yo cavo
la tierra en la oscuridad y el frío. Hago una pausa y te voy a ver.
Sigues acá, pero algo cambió, ahora estas con lágrimas en los
ojos, y una mirada que mezcla terror y desesperación, pareces gritar
pero no te oigo. Te saco de golpe y te tiro al agujero, donde te
retuerces de dolor, merecidamente por puta. Te veo gritar, moverte,
chillar, llorar, pero nada de eso me hará cambiar de opinión, nada.
Hoy mereces morir, y que la vida se desdiga de ti, como hoy yo lo
hago contigo.
Apenas
puedo oír, el cansancio y el dolor de todo mi cuerpo, el frío que
se cuela en mis huesos desnudos clavado a esta cruz es insoportable.
Cada vez hay menos gente, el circo parece llegar a su fin. Uno de los
que está a mi lado baja la vista, no hay nada que hacer, su alma lo
abandona y descansará en paz, en este lugar o en otro parecido. Los
tipos con lanzas son implacables, no se mueven, ni han dejado
acercarse a ninguna de las mujeres que les imploran piedad con este
pobre diablo. Las fuerzas me abandonan, y en un postrero esfuerzo
alzo la vista para tener una panorámica de mi último día en la
tierra. El tipo con la lanza me queda mirando, y le dice a las
mujeres que se alejen. Toma firme la lanza y la clava en mi costado
de golpe, en que siento como penetra en la carne y se me parten las
costillas de dolor. Las mujeres lloran, la gente grita y yo miro al
cielo, que repentinamente se pone gris, cerrándose las nubes, y
comenzando a girar todo. A lo lejos se ven unos relámpagos que se
acercan a cubrir a las pobres almas que aún quedan en este lugar.
Siento como la vida se me va, como salgo de esta cruz y me elevo en
el aire, donde abajo veo un cuerpo delgado y sin vida clavado a un
madero, alrededor del cual unas mujeres lloran, donde la madre que no
es mi madre abraza unos huesos que son carne sin alma, y yo que a la
vez soy alma sin carne, estoy atada, al interior de un agujero lleno
de tierra. Chillo, lloro, gimo de dolor, pero no hay nada que pueda
hacer. Desde arriba tu me miras con los ojos perdidos, sostiene una
pala en tu mano, y lentamente comienzas a tirar tierra, a tapar mi
pequeño cuerpo de niña con la tierra y la nieve que congelan mi
cuerpo, como latigazos helados que poco a poco me cubren las piernas,
y tu que sigues la marcha del tiempo y los montones de tierra, que
ahora cubren la mitad de mi cuerpo, mis pechos, mis manos, y
finalmente mi cabeza. No puedo respirar ni moverme, solo siento el
peso de la tierra que cae sobre mi, y el ruido de la pala que una y
otra vez se entierra y cava, y sigue sepultando mi cuerpo en este
valle de lagrimas. Padre, ¿Por qué me has abandonado?
Los Molles, Febrero de
2011.
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