jueves, 2 de agosto de 2012

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El día que mi padre murió, yo estaba tirando.
Y no tirando como consecuencia de su muerte, para pasar la pena, o para evadirme de un momento que debiera ser tan triste. No, yo estaba tirando en el preciso instante que mi padre, con los ojos abiertos, dejó este mundo y se fue de cabeza al infierno. Y mientras él, en el último aliento de su cochina existencia trataba de aferrarse a esta vida, que por cierto ya no lo quería más, yo gritaba de placer, de dolor, en un caos hipnótico de sudor y lágrimas, hundiéndome y ahogándome, sujetándome a las caderas de aquella mujer que me trato como un príncipe y que después de eso, no volví a ver nunca jamás.

Fue una marca, un llamado de atención, la forma en que yo iba a afrontar, desde que era un pendejo espinillento y flaco, todo lo que se venia por delante. Todo lo que le queda por vivir a un joven de dieciséis años, cuya única preocupación por aquel entonces era pajearse en la ducha todas las mañanas y, si andaba de suerte, frotar mí entre pierna con alguna colegiala en la micro, mientras iba a calentar el asiento a una escuela de poca monta donde, salvo por consejo de curso, no destacaba en ninguna cosa. El resto de lo que quedaba por vivir, se presenta siempre de manera mediocre. Siempre me tocan los peores asientos, las mujeres más feas, la leche vencida, el perro cojo, la cola con más gente, el cajero sin plata. El estado perpetuo de modorra y asfixia, en que nadie quiere nada, en que yo no quiero nada. Me aburro con facilidad, de cada una de las cosas que me sucede, y mucho más de las personas, lo que a la larga desencadena en un ser triste y amargado que más que una persona, parece una absurda y borrosa fotocopia barata de mi.

Y claro, hoy, al igual que todos los días, no debí levantarme. Si parece un día muerto, como todo lo demás. Debí quedarme en la cama esperando que bajara el sol, como siempre. Escuchando pasar las micros, las viejas con las bolsas, las niñas de las escuelas, que caminan apuradas, cuchicheando y riendo sin importarles mucho lo que pasa. El viejo de la leche en su carro, que tiene una rueda chueca, y hace un chirrido de las mil putas, que provoca que los perros que a esa hora vagan por la calle se acerquen y le ladren hasta que desaparece al final del callejón, mientras le tira piedras a esos pobres quiltros, que huyen con sus patas flacas apoyadas en la humedad de la calle, bajando las orejas.

Me quedo apoyado, mirando, con un vaso de cerveza tibia y desvanecida, que parece meado de perro, y unos panes con sabor a nada que quedaron de la ultima vez que me animé a comprar comida, 5 o 6 días atrás. Me puse unos pantalones que estaban tirados en el suelo, y una polera roja con agujeros. Me miro al espejo, y un tipo que no conozco y con cara de mierda me observa, con los ojos en sangre. Salgo de un salto a la realidad, como un globo que se escapa de las manos de un niño y que se eleva al infinito sin que exista nada que podamos hacer. Quedo a la deriva, las manos en los bolsillos, y el viento que trata de despeinarme y apenas puede mover lo que con esfuerzo e imaginación podría llamarse pelo. Un paso, luego otro, y otro y el ir a ninguna parte. Llego al paradero y me quedo sentado en el suelo. Hace frío, los brazos se me entumen, los rubios pelos se erizan, y la brisa helada hace que me duela la cabeza como si el mismo tronar de los buses que pasan, saliera desde mi. Un perro se acerca y me huele. Se marcha.

¿Es realmente válido estar acá? Me pregunto, sin saber la respuesta. Sin saber si vale la pena seguir así, o poner pausa y hasta luego. Como cuando no quise ir más al colegio, porque los demás niños se reían de mis dientes chuecos, y me pegaban en el baño mientras les suplicaba perdón. O como cuando no jugué más a la pelota porque todos decían que parecía mujer, que con mis piernas lampiñas y blancas no podía jugar con ellos, que si eran hombres de verdad y no un marica como yo. O cuando no quise más a mi madre, porque engañaba a mi padre con su propio padre y tenía que escuchar sus gemidos desde la cocina mientras trataba de tragar, para que el ruido de la comida bajando por mi garganta tapara todos los que yo no quería escuchar. Como aquella vez que te dije que te amaba y tu solo me dijiste gracias. Como cuando me robé un pan del supermercado porque no tenía que comer. Como aquella vez que llovía y te reventé a palos, por no amarme . O como cuando aquella vez, que hacía tanto frío, y yo estaba sentado en un paradero, con mi polera roja y mis pantalones rotos y un perro se acercó, me olió y se fue, y los buses hacían tanto, tanto ruido en la calle, y a mi me dolía tanto la cabeza, que pensaba que e
l mismo tronar de los buses que pasaba salía de mi. Y en ese revoltijo de ruido, frío y pensamientos banales mi cabeza explotó, en el mismo momento que el ruido cesó, y junto a él el frío y también la angustia. Y hoy ya no estoy, pero soy feliz. O al menos, no tengo de que quejarme.
Acá no hace frío ni calor, acá no hay tiempo ni apuros, acá no veremos la noche, solo amaneceres. Acá despierto y duermo al mismo tiempo. Acá no sé donde estoy y tampoco me importa.