domingo, 8 de febrero de 2009

Dormir Bajo la Cama del Diablo




- Buenas Tardes, ¿podemos hablar con usted sobre la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los últimos días?

Ni en la peor pesadilla surrealista, imagine empezar el día con esas palabras. Es una mierda despertar así, pero peor aun es escuchar esa triste frase al abrir la puerta. Al girar la manilla veo a dos gringos desabridos, con cara de hacer amigos y recién bañados en mi puerta, con una Biblia bajo el brazo, y una mineral sin gas. Ambos están vestidos iguales, con los zapatos lustrados, peinados, con sus dientes blancos, que contrastan de manera abismante con mi persona recién salida de una pegoteada cama, hediondo, con el pelo asqueroso, y en calzoncillos. Lo primero que se me viene a la mente es el porque están acá, que vienen a hacer desde tan lejos a interferir en nuestras monótonas y pasivas vidas. ¿Que habrán dejado allá? ¿Sus papas los extrañaran? ¿Será una especie de castigo venir a hablar huevadas a un país como el de nosotros? ¿Habrán dejado a alguna gringa gorda y espinillenta llorisqueando a moco tendido por ellos? ¿Se la habrán tirado el día antes de venirse, diciéndole que por ese día, solo por ese día y en esas circunstancias no era pecado?

Que mierda estos tipejos, me hacen levantarme de la cama y ¿que mierda quieren que les conteste? No se me ocurre nada mejor que hacerlos pasar, casi como una venganza por interrumpir mi sueño, porque al verlos entrar sentí que ya querían irse, salir de ahí, moverse, al ver las botellas tiradas, y el olor a caños impregnado en las paredes, en el suelo y desde ahora en ellos mismos, casi invisiblemente manchando sus blancas camisas. Pero ya cagaron, ellos pidieron entrar y lo consiguieron, así que no hay derecho a reclamo. Los acomodo en un sillón y me siento a observarlos. Tan incómodos, miran la caga que hay en mi casa, y no saben que decir, observan, miran, pobres huevones, yo creo que primera casa que les toca así. Uno, el que al parecer las hace de líder, se larga a hablar, imparable. Se saben el discurso de memoria, repite una serie de cosas que no entiendo, y me empiezo a confundir. Así que lo mejor que puedo hacer es dejarlo en “mute” un rato, y mientras veo solo gesticular y mover los brazos, me detengo en el otro, a observarlo. Es más cabro, debe tener unos 20 años y no deja de mirar el poco de hierba que está encima de la mesa. Me mira y baja la vista, avergonzado, como un niño que se ha portado mal, o que se saco malas notas y debe enfrentar a sus padres. Me da pena, no mucha, pero me da. Veinte años y anda dando la hora a las 4 de la tarde, día domingo, no hay salud. Algo tiene el gringuito, algo que hace que me recuerde a mi mismo a esa edad, cagao de susto, sin saber donde tirar, sin saber donde ir, sin saber pa donde va a micro.

- ¿Ha escuchado hablar de la tribu de Nefi?

-

- ¿?

- No…

El gringo mas grande de alguna forma tomó el imaginario control remoto, se dio volumen e interrumpió mi reflexión. Lo miro sin saber que quiere escuchar. Cuantas veces habrá preguntado lo mismo, en distintas casas, barrios, horas, sillones, y gringuitos de compañía diferentes. La rutina, su rutina y yo sentado en calzoncillos

mirando sus biblias y el gringo mas chico que no para de mirar la mesa y los restos de juerga. Esta como penitente, culpable. De alguna forma quiero hacerlos sentir mejor, mostrarles que no toda la gente es tan penca, alegrarles un poco la tarde, sacarlos de contexto.

- ¿Almorzaron? – Los interrumpo- ¿si o no? Porque yo no y tengo hambre… harta.

Sin esperar su respuesta me voy a la cocina, y saco unas cervezas del refrigerador. De un cajón, unos panes amasados que mi mama religiosamente manda aun, los primeros días del mes, y unas paltas. Como una forma de sentir que aun dependo de ella, aunque ya son años en que no es así, me manda comida y diez lucas todos los meses, huevas de vieja, huevas de mama. Llevo todo a la mesa y lo dejo, como una seudo ofrenda, al lado del paquete de caños. Le paso una cerveza a cada gringo y los miro fijo.

El gringo más viejo, mira con recelo. No sabe si lo estoy hueveando o de verdad quiero ser amable con ellos. El chico ya destapo la lata, y toma un sorbo tan largo, que llega a parecer obsceno y se ríe el huevon. El gringo grande al parecer todavía no se decide, y hace calor, mucho calor, un calor de mierda que en esta fecha se cuela por las paredes, por la ventana, se pegotea en la ropa y no deja pensar muy bien. El chico, se mete la mano al bolsillo y me ofrece un Lucky Strike, - americanos, le digo – asiente satisfecho, sin parar de beber la cerveza. El gringo más viejo trata de seguir con la lectura de la Biblia, pero en su interior sabe que ya no hay caso, que no hay vuelta atrás, menos cuando el gringo chico me pide otra lata, y mira con una sonrisa los pequeños papeles que están tirados por la mesa. A buen entendedor, pocas palabras. Un loco conoce a otro loco, y no lo iba a dejar mirando. Lentamente tomo el resto de macoña que queda en el paquete y lo deposito en el pequeño barquito formado por el papelillo, y comienzo a rolar con mis dedos. El gringo grande me mira, y atina a pararse, no le gustó, se quiere ir, pero el chico lo mira y comienza a hablarle más golpeado. De un momento a otro el está al mando, ahora el tiene el control de la situación y comienzan a discutir en ingles, patalean, mueven los brazos. En resumidas cuentas le dice que está chato de andar hueveando todos los días por las casas, que no salen nunca, que pasan todo el día en la iglesia, que no hacen nada, que nunca se divierten, etc. El grande calla, y en ese silencio consiente todo lo demás que pueda pasar. Sabe que tiene razón, que su vida es una monotonía aburrida, que lo pasan mal, que a veces tienen hambre, que están lejos de la casa. No lo dice, pero lo puedo ver en su mirada. Al final, de malas ganas toma un pan con palta y en la gratitud de su tibia sonrisa, veo que la resignación lo domina, al menos por este momento. La cerveza está sobre la biblia, y el pitillo circula, los gringos inhalan, yo inhalo y los miro, contentos relajados en mi sofá. Parecen niños, lejos de casa, encontraron al fin un poco de paz en casa de un extraño. Estamos volados, sentados hablando sobre el clima, o sobre cualquier imbecilidad. El gringo grande me dice que le gusta una de las niñas que va a la iglesia, que se la piensa tirar antes que termine la misión, que no piensa volver a su país sin haberse comido un par de minitas de acá. El gringo chico se para y va hacia mis discos, los intrusea un rato, los mira, trata de encontrar algo familiar. Pone el Umplugged de Alice in Chains, y Nutshell llena el espacio, mezclándose con el humo y el sol de la tarde, mientras bebemos las últimas cervezas.

En ese momento entra la Mila, que estaba durmiendo en mi pieza, y debió despertar con el ruido y la música. Totalmente desnuda, con el cuerpo de una mujer de 23 años, que hace yoga y danza los cinco días de la semana. Cruza la habitación tomando jugo de naranja, se sienta al lado mío, me saca el pito de los labios, fuma, y luego me da un beso y me sonríe, con esa sonrisa perfecta que siempre me caga y a la que no le pudo decir que no. Luego se para, mira a los gringos que están embobados, un par de adolecentes mirando su figura, que atrae como un globo brillante, y no dice nada, y se va a la pieza de nuevo, moviendo el cuerpo, con la gracia de una niña. Los gringos no saben que decir, yo creo que este fue su mejor día en esta mierda de ciudad desde que llegaron. Toman sus cosas, me dan la mano, las gracias y se van. Cuando el gringo chico va en a puerta, se devuelve, toma su Biblia y me la regala. Por alguna razón bajo la vista, y la recibo. Luego de eso lo vi bajar las escaleras y perderse, perderse en la calle y en la tarde.

Vuelvo a mi pieza, y ahí esta la Mila leyendo unas revistas antiguas, con fotos en blanco y negro de vestidos viejos, feos y acartonados. Levanta la cabeza y me dice

- Ven, quiero cariños…

La vida puede ser como el pico algunos días.


A los que están siempre, mis padres, mis hermanos, mis amigos, y mis discos.