miércoles, 2 de septiembre de 2009

Veintisiete



Hoy, antes de las 12 todos se pararon de la mesa, y esperaron que terminara de beber mi té. Cuando la medianoche llegó a mi casa, mi hermana se acercó y me dio un abrazo, seguido de otro de mi mamá, mi hermano. Mi papá no dijo nada, solo se fue caminando lentamente hacia una puerta, para luego salir de ella con una pequeña bolsita, la cual extendió hacia mi, acompañado de un apretón de manos y una sonrisa. Y aquí estoy yo, sentado mientras todos me miran riendo, esperando que mis manos comiencen a destrozar el pequeño papel que tímidamente está en la mesa, brillando, aceptando su fugaz destino de duración mínima. Tomo el pequeño envoltorio y lo abro. Adentro una pequeña caja que aumenta mi curiosidad. Es increíble como la capacidad de sorprenderse no se agota nunca, que estoy de la misma forma que un niño pequeño al mirar un dulce o una bicicleta, esperando levantar su pierna y echarla a andar por desconocidos senderos la vida entera. Con cuidado tomo la cajita y la abro. Es… ¡un reloj! Un negro y cuadrado reloj, que brilla y me mira, como un viejo serio y formal. La verdad me toma por sorpresa, no es un reloj común, es muy bonito y parece que no está pensado para mi. Me pongo a reír, mi papá también lo hace. Se noto que lo eligió el, es un artículo para usar con terno y corbata, una especie de caballeros, no de jóvenes desarrapados y chascones como yo. Mi papa lo toma, y trata de ponerlo en mi muñeca. Sonrío por dentro al ver que no combina con la pulsera que tengo puesta, recuerdo de mis últimas vacaciones. Me queda holgado, pero no importa, es lindo, es mío, me lo regaló mi padre. Al ver que me queda suelto, mi papá se ríe, me dice que lo eligió probando en su muñeca, uno tras otro. Pone su mano al lado de la mía, es casi el doble de gruesa, y deben haber soportado el doble de trabajo. Me dice que me queda lindo, que debería usarlo con traje, mientras sus ojos brillan. Me miro en sus ojos, me veo mi mismo en el, en mi padre. Comienzo a imaginarlo a el, a mi edad, tal vez recién casado, con un hijo pequeño, sin nada. Los embates de la pobreza, el frío, el hambre, las jornadas de trabajo de sol a sol, La Ligua, la ciudad, la movilidad, las oportunidades, el trabajo, el crecer, el forjar sin nada, una familia como la que hoy tiene. Me dan ganas de llorar, de abrazarlo, de decirle que lo quiero mucho, darle las gracias por todo, por su sacrificio, por su honestidad, por su ejemplo, por ser no el mejor papá del mundo, pero si el más auténtico. No puedo, me tranco, por esa maldita costumbre que de niño nos enseñan que los hombres no lloran. Me la tengo que tragar, y limitarme a sonreírle. No puedo, me supera. ¿Saben cuantas veces le he dicho a mi papá que lo quiero? Una sola, una sola, y apenas porque el llanto no me dejaba hacer nada más, y ahora que está acá, a mi lado, con sus viejos ojos brillosos, orgulloso de su hijo mayor que no es nadie, pero para el es todo, me la trago. Lo único que quiero es darle un abrazo y decirle que lo poco que soy es gracias a el, a su fortaleza, que trato vanamente de imitarlo, aunque estoy a años luz de lograr ser tan buena persona, tan buen chato, tan berna.

Me paro de la mesa, digo buenas noches y gracias, y me voy a mi pieza. A escribir esto, mientras todas las lágrimas que no salieron allá caen ahora, en silencio, en la soledad de esta casa, donde dos habitaciones mas allá está mi padre durmiendo, cansado, soñando con su hijo que hace 27 años llegó a cambiarle la vida.

Este es mi regalo para ustedes.

Álvaro.