sábado, 18 de septiembre de 2010

El Múchacho y la Mújera




Estaba el múchacho sentado arriba de una tronca, mirando el paisaje mientras su abuelo le sacaba los garrapatos a los perros que se olisqueaban en el atardecer. El múchacho tenia su navajo en una mano, y en la otra un trozo de madera, al cual iba sacando punta despacio mientras el sol se ocultaba en el fondo, como sumergido en una poza de barro y aire. Lentamente pasaba el navajo por la madera, que cedía ante cada embate del filo, cada vez más blanco, cada vez más hondo, cada vez más puntudo el palo, como una lanza fiera, lista para estocar a un enemigo inexistente. El abuelo mientras tanto, iba depositando los garrapatos con mucho cuidado en una caja de metal. Decía que le daban suerte, que había que enterrarlos con un botello de vina, con la luna llena. De esta forma los choclos daban mas dientes, las zapallas se ponían mas amarillas, y las sandias crecían tanto, que se podían ocupar las cáscaras para montar perros, pero eso es otro cuento. Y estando los dos inmersos cada uno en sus quehaceres, el aire se vino a quebrar por un olor que trajo el viento desde una orilla gancho, un aroma que se había percibido antes por los dos gañanes, pero que esta vez salió diferente, como una ventolera de rosas que vino a atravesar el campo de limonas, mezclándose con la tarde y el agua del riego, y les pegó de frente al viejo y al múchacho, que levantaron la vista para mirar la hembra que se movía delante de ellos con un canasto con gatos recién nacidos que había encontrado en el cerco de Carlos, un par de kilómetros más quietos, debajo de donde ellos estaban ahora embobados mirándole el torso. Pasa caminando y los mira, mostrando una hilera de dientes blancos como la cabeza del abuelo, como la espuma del mar, como las nubes que se ven en los días después de la lluvia que moja los campos donde el olor de la potranca impregna la vida misma con su sonrisa, para luego perderse entre las arbolas de más encima, caminando por el surco. Y ahí el abuelo mira al muchacho, que nervioso sigue con el navajo en la mano, sentado en la tronca, cortando el palo, que agarra filo, mientras los pollos se comen las astillas que saltan al pasto, y el viento lo despeina y oculta un poco lo nervioso que se puso con la china que pasó.
- ¿Oye cabro? ¿y tu no tenis mújera?
- No pues abuelo, no tengo.
El viejo sacude la cabeza de un lado a otro, mientras le pellizca los garrapatos a un perro café que se mordisquea la cola. El muchacho se queda pensando en la pregunta del viejo. ¿Por qué no tenía mújera? Ni él lo tenía muy claro. Siempre lo habían buscado, pero él nunca se sintió a gusto, ni cuando andaba caminando por entre los pastos del bajo y la Carmela se le puso enfrente, y se saco la vestida y quedo sin nada mirándolo, apuntándolo y el múchacho se vio a la sombra del sauce que llevaba cerca de dos siglos seco y a punto de caer, enfrentado a la humanidad absoluta de tamaña bellaca, que con sus ciento cuarenta kilos de grasa y desconocidos pliegues cárneos, se vino encima jadeando, y mordiéndolo y chupándolo y lo tiro al suelo, y el múchacho asustado y que poco podía hacer, perdió en esa oportunidad la poca dignidad que le quedaba en la entrepierna, que asustada había cedido al grito de animalidad de su bestial contendora. Desde ese día les temía un poco a las mújeras, las miraba con recelo, pensando que todas se le iban a tirar encima, y lo iban a mordisquear y chupetear en los pastos, y eso no le gustaba nada, no señor. Así que durante un buen tiempo solo se dedicó a cuidar los gallinos de su madre y ocasionalmente a hacer pequeñas compras en el almacén del pueblo, siempre y cuando estuviese de buen ánimo y el día fuese soleado.
En una de aquellas encomiendas al pueblo, fue que pasó fuera de la casa de misia Chelita, con el caballo a la rastra y las bolsas al anca. Misia Chelita era una vieja regordeta como una ternera, de mejillas coloradas y azulosos ojos grises, y una bocaza grande como la de un tiburón, que según contaban los más viejos del pueblo, en sus años mozos hacían bastantes más gracias que solo cantar cueca y tonada. Tenía una risa que sonaba como la chicha al caer en los vasos que iban y venían al interior de su casa, y que resaltaba dentro de los agitados gritos y conversas que se gestaban en el cahuín. Así es, misia Chelita era la cabrona del pueblo, la “Tia Chela” como cariñosamente la llamaban los parroquianos que asistían a gastar ahí, entre bailes y vino, las pocas chauchas que recibían cortando lentejos en las haciendas norteñas. Estaba la vieja parada en la puerta, mirando la calle y ve al múchacho que distraído pasaba como si la vida no fuese a acabar nunca. La vieja lo invita, lo tienta, se baja un poco el escote y le muestra una teta del porte de un melón, blanco y coronada por un pesón rosado que parece estar a punto de estallar y matar un par de moscas que pululan cerca de ella. Pero el múchacho ni se inmuta. Había visto eso muchas veces, cuando mas cabro espiaba a sus primas que se bañaban con el agua del pozo bajo las parras en las inviernas, y la dimensión de la descomunal ubre, le hacía recordar a la gorda Carmela, lo que solo le causaba desprecio. Siguió con el caballo a paso lento despreciando a la vieja que soltó una carcajada sonora, cuando detrás de ella vió dos ojos negros, pequeños y almendrados, que brillaban en medio de una cara redonda y lisa. El olor que salía de esa visión era apabullante. Entre rosas y humo de las tortillas que se asaban en las mañanas, y que amasaban los brazos firmes de la hembra que ahora se pone en la puerta al lado de la vieja y sus pesones descomunales. Ese olor que tenia agua del pozo, flores, miel con el mate que tomaba en las tardes, a pasto revolcado de los peones del cerro, a sudor, a potranca caliente que lo mira y no le dice nada, y el muchacho que ya se bajó del caballo, y deja los encargos tirados, y que pasa el umbral del cahuín, y que va de la mano de la mújera, que lo arrastra al fondo de unas piezas oscuras y hediondas a meado de perro. Pero el múchacho no siente nada, no ve nada, no dice nada. Lo único que ve es la larga cabellera negra y lisa que cae en la cintura de la hembra coronada con sus anchas caderas, donde el ya puso sus manos, y la tira en la cama y de un manotazo le saca el camiso, y se la monta gancho ¡ay si usted lo viera! Como si se fuera a acabar el mundo, y vienen los gritos, y las crujideras del catre y las otras niñas del lado que reclaman, y la vieja que se ríe y no la para nadie, y el muchacho que no lo para nadie, y la mújera que aguanta y no dice nada, y se muerde los labios, y le tira el pelo, y el muchacho que la muerde, y la mújera que abre los ojos, y grita, y el olor a rosas que sale y estalla e inunda la casa, la pieza, el cahuín completo, y los viejos que acostumbrados al olor a meado con chicha no saben de que se trata, y olisquean a las otras niñas, pero no encuentran nada, porque la mújera es la única con esa esencia de cerro, flores, miel y matas de cardo maduro, de las que salen después de la lluvia.
El múchacho se puso muy bueno para hacer el pedido, si lo vieran, si se andaba ofreciendo pa ir al pueblo, incluso los días que el aguacero estaba que se largaba y las nubes negras revoloteaban a lo lejos las plantaciones de lentejos allá en el norte. No había caso, día tras día se iba al cahuín de la Chelita, a revolcarse con la negra, y día tras día volvía a la casa con el olor a rosas y al agua del pozo. Pero no todo es pa siempre pues gancho, y el día que llego sin ni un cobre en el bolsillo, mirando al piso, y haciéndose el loco, la Chelita lo largo cascando pa la calle, que se montara en su caballo flaco y que no se dejara ver por ahí hasta que tuviera algo pa tirarle a la negra. Mala cosa pal muchacho, malaza. Hace días que no trabajaba y por lo mismo no tenía ni pa hacer cantar a los viejos que penosamente se ponían con un arpa a pies pelado cerca de la fuente. No le quedó otra que tirarse a la casa, a pasear los gansos en el cerro y cuidar los ovejos de su abuela, donde las tardes pasaban más lento que nunca y el muchacho se divertía tocándose solo, en las llanuras de ese valle, en medio de los gansos y ovejos, donde ahora hay a montones unas florecillas blancas y lechosas. Pero no era lo mismo, no estaba el olor a rosas, ni los gritos, ni las risas de la vieja, ni los ojos almendrados de la negra con sus caderas anchas y el pelo negro hasta la cintura, ni el hedor a meado de perro, ni las tonadas del cahuín. Estaba él solo, con los gansos, los ovejos y los perros llenos de garrapatos, y el navajo, y la tronca en que se sentaba en las tardes sin saber qué hacer, y donde su abuelo le pregunta porque no tiene mújera y el no sabe que responder, no sabe porque no tiene a la china que se está perdiendo al fondo de las árbolas de encima. Si le gusta, si lo tiene embobado, si no hace más que pensar en ella todo el día y en el olor a rosas, y a pasto revolcado del cerro, y a miel con mate y esta ahí, cerquita, a un par de saltos de su juventud, mientras el palo sigue tomando filo, y el navajo corta que corta, y las astillas caen, y la china avanza y se va a perder, y el abuelo que se ríe, y le dice que si acaso es cola, que si acaso no le gustan las mújeras, que si acaso le gustan los otros muchachos, y no para de reír, mostrando sus encías peladas por los años y arrugando los ojos, y la china que apenas se ve al fondo de las árbolas casi desapareciendo, y el muchacho que se anda espantando, y el filo del navajo que se confunde con el de la lanza, que se empuña en las manos del múchacho, y atraviesa el pecho del abuelo, que se funde en un grito sordo de sangre y dolor, y el múchacho que de un salto sale detrás de la china, que ya no se ve entre las árbolas, mientras los garrapatos huyen despavoridos al verse liberados, porque en ningún caso quieren morir enterrados con un botello de vina, bajo la luna llena que redonda y brillante, sale detrás del cerro empañado de sangre.