domingo, 28 de junio de 2009

La Sangre del Tiempo




El perro más viejo trata de caminar pero le cuesta. Los años se le vinieron encima, ya no es el mismo de antes. Su paso cansado, y sus ojos sin tiempo, cada vez más profundos. Caminamos los dos, bajo la lluvia que se tomó el pueblo hace tres días, y no tiene ganas de ceder. Cojea de un lado, y el poco pelo que le queda está mustio y gastado. Casi arrastra la cola, y come poco. Apenas si toma agua. Bajamos por una calle llena de barro, y con olor a ropa podrida, donde unos viejos intentan en vano hacer fuego en un tarro, nos miran, no dicen nada.

Nos sentamos un rato en una vereda a mirar el agua, y mojarnos. El perro se olisquea, me mira, aburrido de vivir, aburrido de ser viejo. Se para, se sacude, se rasca. Se pone a mear, pero ni siquiera es capaz de levantar la pata. El perro mea sangre, y me mira con una cara de miedo y resignación, mientras la sangre gotea y se mezcla con la lluvia que cae. No puedo dejar de pensar en la cara con la que me miró ese pobre anima y de algún modo reconocerme en el, al recordar aquella vez que tuve mi pija con sangre…

Algunos inviernos atrás, estando yo en mi casa, llovía de manera endemoniada. Las calles se atoraban de agua que parecía caer con una rabia incontrolable. Parecía que el día ya había terminado, y estaba en mi cama acostado, cuando sonó el timbre. A pata pelada voy a abrir, y me encuentro con la joven que acompañaba mi vida en ese entonces, mojada entera, después de un agotador día de trabajo. La hago pasar, compartimos un mate, mientras ella se desviste y la ayudo a secarse. Al pasar mis manos sobre su mojado y delgado cuerpo, se nos empieza a pasar el frío y sin darnos cuenta terminamos en mi cama, con la ventana abierta escuchando la lluvia. El detalle es que al momento de penetrarla, la delgada y ardiente mozuela me dice que esta en sus días. Una situación lamentable, para ella más que para mí, ya que la que está caliente como el sol es ella. La joven no se rinde e insiste que la penetre por atrás. ¿Qué hacer? No la puedo dejar así, seria una maldad, menos con los ojos tristes con los que me mira, y su respiración entrecortada. Así que comienzo con la ardua tarea. Ella se mueve, al ritmo de la lluvia que no para de caer, y me sonríe contenta y satisfecha. Entre la oscuridad diviso sus pechos que se mueven en una danza hipnótica de pasión y lujuria. Va bien la cosa, y al terminar de coger, me da un abrazo, y se queda recostada sobre mi, haciéndome cariño. Pero la joven no está satisfecha, y me insiste que sigamos. Le digo que no podemos que está con su periodo, pero ella insiste y en un segundo está encima mío. No se que paso, yo creo que la calentura hace que uno haga cosas de las que después le duelen la guata, pero la cosa es que tiramos, y vaya que si tiramos, desenfrenados, mirando el agua por la ventana, mientras en la oscuridad yo pensaba en lo áspero que se puede sentir la sangre. Ella esta encima y se mueve, a penas diviso sus pechos ya, la muerdo, la aprieto, la tomo firme con mis manos de sus caderas que a pesar de ser delgada, parecen moldeadas por algún artesano renacentista, una belleza de mujer, una hembra ejemplar, que ahora grita, se mueve, no para, no para, acabamos juntos, gritamos juntos en la oscuridad, y quedamos tendidos.

Me da un beso en la frente y en la penumbra entra al baño. Siento correr el agua, mientras yo me quedo tendido en la cama. Siento la entrepierna húmeda, pero no quiero encender la luz. Me da risa pensar en como debe estar eso. Ella sale, y vuelve a la cama, mojada se tira al lado, sin decir nada. Me paro y camino al baño. Al encender la luz, el espectáculo es horroroso. Tengo no sola la pija llena de sangre, sino que las bolas, las piernas, y el liquido rojo viscoso chorrea hasta mis rodillas, todo lo anterior mezclado con un olor nauseabundo a mierda, sangre y semen. Al levantar la vista, veo mi cara en el espejo, y mis ojos tienen la misma mirada del perro bajo la lluvia, la misma cara de miedo y resignación, al ver gotear sangre de mi miembro. Me quedo parado, no me quiero mover, no puedo dejar de ver el espejo mi cara, la sangre, mi pelo mojado. En un costado del espejo algo no calza con el cuadro. Esta ella mirándome en silencio, seria, no mueve un músculo, como que no sabe que decir. La quedo mirando y de repente ella estalla en risa. No puede parar de reír, y me contagia. Terminamos los dos riéndonos de la extraña situación, mientras entro a la ducha. El agua caliente limpia todo, y cuando salgo ella me está esperando en la cama abrigadita.

El agua sigue cayendo del cielo, y con el perro estamos los dos mojados. Lo abrazo, me pasa la lengua por la cara. Un compañero solidario de muchas batallas, al cual la vida se le acaba. Empiezo a caminar, el perro a duras penas me sigue. De alguna forma, somos hermanos.

Este cuento está dedicado a sus protagonistas.

martes, 2 de junio de 2009

El Camino no es el Camino


Juan Moraga despertó a las 6:45 hoy, al igual que todos los días. Se levantó lentamente de su cama y se arrastró a la ducha, donde el frío chorro de agua que cayó sobre su añosa espalda lo terminó de despertar, y por alguna extraña razón lo trasportó en su mente a cuando era pequeño y miraba el sol en las tardes, mientras su mamá cocinaba pan en el viejo horno de barro del lugar donde creció. Se viste rápido, con la misma corbata todos los días, su camisa sin planchar y su desteñido traje. Se mira al espejo, y no le gusta lo que ve. A nadie le gustaría.

Sale a la calle, caminando por una ciudad oscura sin luz, mientras mira pasar a estudiantes, señoras y viejos al trabajo, y piensa que el es una pieza más en este montaje decadente, de transporte, trabajo, dinero y soledad. Lleva más de 20 años trabajando en el mismo lugar, con la misma gente, el mismo aire, la misma música día tras día. Al principio parecía un buen empleo, el trabajaba en un “banco” y eso ya lo hacia sentir importante frente a los demás, sobre todo ante la familia de su mujer, ahora ex mujer, la cual nunca lo aceptó del todo. Siempre lo miraron en menos, y las reuniones sociales en las que se topaban obligadamente, solo asistían por breves momentos, evidenciando la molestia de compartir con alguien como el. Un hijo de obrero, tirao a gente porque sacó cuarto medio, no, no, de ninguna forma para su hija.

Por algún tiempo las cosas funcionaron bien, vivían los dos en una casa que si bien era pequeña, era acogedora y en un buen barrio. Además de una variable que hasta el día de hoy escasea: Se querían un poco. No necesitaban mucho para vivir y a veces una caminata de la mano por el parque bastaba para completar el día. No tardaron en llegar los hijos, y las cosas parecían ir mejor. Ya no son dos, ahora son cuatro, y viven relativamente felices, o al menos eso tratan de creer, salen de compras, los niños a colegio pagado, el préstamo para cambiar el auto, aunque el viejo todavía duraba un par de años más.

Ni Juan o “Moraguita” como despectivamente lo llaman hoy en el trabajo, saben bien en que momento las cosas empezaron a cambiar. Las causas aparecen diversas, esparramadas por la mesa, sin lograr entender como lo que fue ya no es ni la sombra. Pudo ser en el momento en que su mujer cambió su empleo y se fue a trabajar a la empresa de un amigo de su padre, donde sin saber nada tuvo un buen puesto y empezó a ganar el doble que el. O el hecho de que en el banco, redujeran personal y entre verse en la vergüenza de quedar cesante, aceptara seguir, pero ya no en su puesto habitual, sino que prácticamente en un lugar inventado, donde los demás lo miran con lástima y se ríen a sus espaldas.

Llega al paradero, mira a todos lados, hace frío. Mete las manos a sus bolsillos, los mismo en que alguna vez hubo sueños y alegría, y ahora solo hay un paquete de cigarrillos y un par de chauchas. Saca uno, lo enciende mientras espera el bus. Un perro se acerca y lo olisquea, se va. Algo está distinto en la mañana, algo que lo hace empezar a caminar, en otra dirección, a mover las piernas un poco, a pensar, a reflexionar lo mismo una y otra vez, en como está en esto, y porque el color con que se mira el atardecer ya no es el mismo. El lo sabe. Se conversaba menos en la casa, sus hijos no lo tomaron más en cuenta, su señora llegaba del trabajo y se ponía a ver TV, muchas veces salía sin decir donde iba o a que hora regresaba. Dejaron de hacer lo que mejor hacían, que era tirar. Y bueno, todos sabemos que cuando a una mujer no le dan ganas de tirar, puede significar dos cosas: O se la está tirando otro, o se la están tirando varios más. Ya casi no lo miraba, cuando en la mañana encendía su 4x4 y se iba a trabajar, y pasaba a dejar sus hijos al colegio, mientras el se subía al auto que aún no terminaba de pagar, y que luego vendió porque nunca pudo juntar lo necesario. Se veía venir, era inevitable. Al día siguiente a la navidad, en la cual no recibió ningún regalo a pesar de haber sacrificado el poco dinero que tenía para comprarle un regalo digno a su mujer, ella le dice que la cosa ya no va más, que no se siente bien, que no es lo mismo, que quiere estar sola. Y el, que la amaba más que a su vida no supo que hacer, ni decir, y se quedó en silencio, mientras veía a su hijo menor acarrear una maleta, con las pocas pertenencias que tenia y tirarla a la entrada, juntos con unas cajas con fotos y discos viejos que ya nadie escuchaba.

Se fue a vivir solo, a una pieza oscura y fría, donde no conversaba con nadie, y su solitaria vida cada día que pasa se torna más miserable. Donde la decadencia lo abraza desde que se levanta, y en ocasiones duerme con el, en un lugar donde los días pasan y las noches caen como espejos quebrados del cielo, donde lo único grato que le queda, es masturbarse viendo unas películas porno viejas que su hijo dejó olvidadas. Su ropa huele mal, su vida huele mal. Tuvo un canario que escapó, aburrido de que nadie escuchara su canto. Hace meses que no sonríe, hace meses que no le pasa algo grato, y así mismo va hoy caminando, entumido de frío por calles que le parecen conocidas y otras no tanto. El maletín se cae de sus manos torpes por la mañana, lo recoge aunque daría lo mismo, lo usa para mimetizarse con el resto, para andar con algo en la mano cuando llega a la oficina a ordenar papeles. Sigue caminando, lentamente pero a paso firme. Del cielo comienza a bajar la neblina, helada, como un reflejo de su alma que se posa sobre la ciudad esta mañana. Camina, dobla en una esquina y se para al frente de una casa, con un amplio jardín de entrada. Todo luce bien, el pasto perfectamente cortado, las flores hermosas, un perro flojea en una esquina. Se queda mirando aquella escena, contemplando lo que alguna vez tuvo, los que alguna vez fueron sus dominios, en un reino devastado por la miseria y la angustia. Mira más allá, a través de la ventana, en la mesa principal esta la familia perfecta, sus dos hijos sentado beben leche, y su mujer con el que alguna vez fue solo un “compañero de trabajo” ríen y bromean en la mesa, conversan alegremente, mientras del techo sale el humo de la chimenea que el con sus propias manos construyó para que sus niños no pasaran frío un par de inviernos atrás. Se queda mirando la escena, petrificado, pudriéndose por dentro, no atina a mucho, solo a meter la mano al bolsillo. Los habitantes de la casa lo ven, afuera, solo, mirando por la ventana, se quedan serios. No saben que hacer. No hay que hacer nada. Sus miradas se quedan clavadas en su bolsillo, y ahora en el revolver que pone en su boca, en esta fría mañana con niebla, mientras Juan los mira, con sus ojos llenos de lágrimas y rabia, y jala el gatillo, sin cerrarlos, al mismo tiempo que cae pesadamente en el camino, que hace años atrás, recorría con sus hijos de la mano, enseñándoles a caminar.


A vivir sin prisa, a querer, a reir, a crear, a vivir

este cuento es para mis amigos, que me enseñaron lo que escribí en la linea anterior.