viernes, 10 de abril de 2009

Volando Bajo




Corrían de la mano, cansados, apenas ya podían moverse, pero no soltaban sus manos. Los ojos rojos de tanto llorar, los pies reventados de tanto huir, de tanto correr. Los lobos los mordisquearon allá en el puente, desgarraron sus ropas, pero nada importó, ellos seguían corriendo. Se conocieron una tarde de lluvia, en que el agua que fue cayendo del cielo los fue juntando de a poco, guiándolos por callejuelas oscuras hasta llegar al mar, donde se encontraron y se miraron a los ojos en un abrazo eterno. Y así vieron la vida, uno en los ojos del otro infinitamente, hasta reconocerse ellos mismos y tener la convicción de permanecer unidos. Nunca más se separaron, decidieron recorrer el mundo juntos y aprender, aprender uno del otro formando una entidad indisoluble. Estuvieron en las montañas, donde el viento y el frió despeinó los cabellos de ella, mientras el le abrigaba las manos, y las estrellas bajaban a alumbrar sus cabezas. Fueron al desierto, donde la arena se colaba entre los dedos de el, mientras ella alegraba el espacio con su risa, que alumbrada por el sol se veía como un ángel plateado. Vagaron por el mar, nadando con los peces y bajaron hasta el fondo, a dar las gracias al agua por haberlos encontrado. Corrieron por los campos, cortando flores y conversando con los animales, que se juntaban en las noches frente al fuego a escuchar sus historias, y mirar los ojos de ella que brillaban con la luna. Un día algo cambió, un día aparecieron los lobos. Gigantes, negros, oscuros, comenzaron a perseguirlos y darles caza. Ellos huyeron, riendo como siempre lo hacían, pensado que esas bestias jamás podrían alcanzarlos a ellos, que juntos de la mano cruzaban el cielo. Pero los días pasaron y los lobos no se iban, seguían corriendo, asechando, mordisqueándoles las piernas y la manos, y ellos huían, cansados, con los ojos rojos de tanto llorar, apenas moviéndose. Al fondo, un risco, y más allá la nada, el vacío. Llegaron a la orilla y se miraron, tratando de verse uno en los ojos del otro, pero ya no podían, los lobos se acercaban, oían sus gritos, olían sus garras en el aire. El la miró, y al ver su pelo moverse al viento recordó, recordó que años atrás ella, un día de sol, le había enseñado a volar. No era difícil, ese día ella le había tomado la mano, había sonreído y saltaron, juntos de la mano, y se fueron volando y mirando las olas que abajo los saludaban. El pensó que ahora podían hacer lo mismo, así que le dio la mano y le sonrió. Pero ella no pudo sonreír esta vez, y con los ojos rojos de tanto llorar le dio un beso en la frente y le dijo que no podía seguir huyendo, que su cuerpo no podía seguir, que esta vez no podían volar. El no supo que hacer, nunca había volado solo, siempre saltaban los dos, juntos de la mano, pero ella no puede seguir, sus piernas se doblan, y cae al suelo, mientras los lobos se acercan, se oyen sus gritos, sus garras en el aire, los van a alcanzar. El trata de levantarla, de tomarla en sus brazos y volar, pero ella no puede, sus piernas se doblan y los lobos, los lobos se acercan, se oyen sus gritos, casi los muerden. El la mira con sus ojos, que están rojos de tanto llorar, y la abraza. Ella le dice que salte, que podrá volar y huir de los lobos, que ya casi pueden morderlos, y el no quiere, no quiere dejarla, no quiere volar solo. Pero los lobos ya están ahí, y el salta, salta al vacío con los brazos abiertos y los ojos cerrados, mientras cree volar, pero cae. Cae al vacío, y su cuerpo sin vida se funde con las rocas del fondo. Arriba, unos lobos se acuestan al lado de una niña, a consolarla, a llorar con ella, mientras el sol sale en el horizonte iluminando sus dorados pelajes.