jueves, 16 de julio de 2009

Blanca o Julián


Muchas veces me han dicho que del amor al odio hay un solo paso, que en apenas un segundo se puede pasar de adorar a otro, a aborrecerlo profundamente. Yo creo que es así. Hay ocasiones en la vida en que nos vemos sobrepasados por la rabia, por la impotencia, por el dolor. No podemos hacer nada, la angustia nos come las tripas y debemos afrontar el mal rato de la mejor forma posible. Lo que les voy a contar ocurrió hace ya algunos años, estando yo más joven, más flaco, y notablemente más feliz de lo que ahora estoy. Por razones académicas me vi forzado a abandonar mi ciudad natal y trasladarme a un centro urbano vecino, en el cual pude acceder a una formación mejor y conocer a gente variada e interesante. Los años de la enseñanza media transcurrieron sin novedad, los días se parecían mucho unos a los otros, y sin darme cuenta estaba ya en la etapa final de mi vida como pingüino. Fue en el último año, en cuarto medio que la cosa cambió para mejor. Ella era delgada y alta, con los ojos negros y la piel blanca como papel. Adicta a los libros, a la música y a las caminatas. Nunca fuimos muy amigos, aunque los dos sabíamos que teníamos mucho en común. De cierta forma nos evitábamos, aunque siempre nos mirábamos y sonreíamos, en una tácita aprobación.

En las vacaciones de invierno de aquel año, hubo una tocata en la ciudad y el encuentro fue inevitable. Dentro de una masa de gente vestida de negro y pelos largos, éramos los únicos que solo habían ido a escuchar rock un rato. Nos juntamos, conversamos, compartimos un jugo que yo había llevado, y ella me dio almendras que tenía en el bolsillo. Cuando me las pasó, me tomó la mano y me dio un beso. No había más que hacer. Desde ese día pasamos juntos la mayoría de las tardes. Si bien en el colegio no nos pescábamos mucho, apenas sonaba el timbre nos íbamos de la mano, caminando por la ciudad, hablando de todo, compartiendo mis audífonos. Ella se leyó todos mis libros. Cada vez que iba a mi casa sacaba uno, a los dos o tres días lo traía y se llevaba otro. Yo sacaba sus discos, en una relación recíproca de conocernos más a través de la música.

No fue difícil comenzar a explorar nuestros cuerpos. Yo por estar en otra ciudad, vivía en casa de unos tíos, y pasaba todas las tardes solo. Ella estaba en una situación similar, ya que sus padres eran separados, y ella era hija única. Vivía sola con su papá el cual llegaba tarde del trabajo. Una pareja de niños, que se creían adultos. A ella le debo el saber cocinar tan bien, ya que todos los días después de clases, había que preparar almuerzo, ya fuera en mi casa o en la de ella. Luego de eso hacer facsímiles, ver TV o tirar, ese era nuestro panorama. Pasábamos horas desnudos, mirando nuestros cuerpos, comparándonos, aprendiendo, riéndonos el uno del otro, tan flacos, tan niños. Aprendí a amar ese año, a querer a alguien, a sentir pasión, a desear el cuerpo de una mujer que era mía y de nadie más, la que todas las tardes estando yo dentro de ella me miraba y me daba un beso fuerte, doloroso, seguido de otro suave, tenue, casi una brisa, y una sonrisa. Una especia de firma labial, acompañado de sus grandes ojos negros que me miraban fijo, en los cuales me veía reflejado.

Uno de esos días, estando en clases, salió repentinamente. Volvió a los pocos minutos pálida, y dijo no sentirse bien, y pidió que la llevaran a su casa. Apenas terminó el día me fui corriendo a su casa a ver como estaba. Más pálida que de costumbre, me dijo que había vomitado y que sentía nauseas. No tardó en contarme que su periodo tenía un atraso de tres semanas. Aquellos cinco minutos de espera del test de embarazo tímidamente comprado en la farmacia de turno, han sido los más largos de mi vida. Tenso, me movía de un lado para otro, esperando que no fuera así, que todo fuera un mal entendido, que el próximo año iba a estar en Valpo, en la Universidad y no cambiando pañales ni calentando mamaderas, pero no fue así. La varita con orina, marcando positivo nos miraba burlona, triunfante desde el suelo, mientras nosotros nos fundimos en un abrazo, que mezclaba risa, llanto y miedo.

Las cosas iban a cambiar. Si bien nos queríamos mucho, y decidimos afrontar las consecuencias, muchos de nuestros planes para el año que venía iban a cambiar. Universidad, vivir juntos en Valpo, íbamos a tener que reacomodar todo, pero lo más difícil sin duda era afrontar a nuestros padres. Si bien su padre, por el hecho de no tener hijos varones me tenía un especial aprecio, no le iba a hacer gracia que yo hubiese embarazado a su “flaquita” como el le decía. Y los míos, me iban a colgar de las bolas, literalmente. Decidimos que ese fin de semana cada uno hablaría con su familia por separado, de manera personal, para luego abordar las cosas juntos y ver la forma de que ninguno postergara sus proyectos.

Ese día viernes me fui caminando al colegio. Necesitaba pensar bien lo que iba a decir, como lo iba a decir, o que explicaciones dar. Sabía que terminada la jornada, debía viajar a mi ciudad, a la casa de mis padres y enfrentar lo que había pasado. Estaba nervioso, caminaba rápido, distraído, la mente en otro lugar. Cuando llegué a clases vi que ella no había ido, que su silla estaba vacía. Pensé que tal vez estaba igual de asustada que yo en su casa, pensando que decirle a su papá. Cuando el timbre sonó, tome mis cuadernos y mis cosas y me fui corriendo a ver como estaba. Necesitaba darle un abrazo, apoyarla, hacerla sentir que en esto estábamos los dos, hasta morir. Toco el timbre, y nadie sale. Llamo por teléfono y nadie contesta. No se que hacer, me preocupo, algo le paso a la flaca, por algo no fue al colegio. Salto la reja y me doy la vuelta por atrás. La puerta de la cocina está abierta, y entro. La casa está silenciosa, me doy una vuelta observo, como de costumbre no hay nadie. Subo las escaleras hasta su pieza, tiene que estar ahí, tal vez dormida, o cansada, pero no. Cuando abro la puerta está sentada en la cama, seria, tiesa como un tronco. Sus grandes ojos negros parecen más duros que nunca, y me quedan mirando. ¿Qué onda guapa? Le pregunto tratando de entender la extraña situación, pero no me dice nada, me queda mirando, trata de hablar y no puede, no se que le pasa. Se para, toma un poco de agua, y sin detenerse, ni pensar me dispara directo, me dice que abortó, que el día anterior después que yo me largué, fue donde una vieja en el centro y abortó. Que no se va a cagar la vida por una guagua, que quiere estudiar, que chao con la wea. Así de fácil así de sencillo.

No se que hacer, siento que la pena me empieza a subir despacio, desde el estómago, por la garganta, hasta mi boca, y lentamente hasta mis ojos que estallan en un llanto amargo, en que las lágrimas calientes me queman los ojos, llenas de rabia como si fueran de fuego. Salgo corriendo, no la quiero ver, no quiero ver a nadie. Corro por la ciudad durante horas, hasta llegar a los potreros, donde bajo un árbol me quedo llorando, sufriendo de impotencia. La muy perra mato a mi hijo, a parte mía, sin preguntarme, sin consultarlo, sin nada. La mujer que yo quería, fue y botó lo que era de ambos. Esta puta de mierda, cuando yo tenía dieciocho años mató al que pudo ser mi primer hijo, mi primer vástago sobre esta tierra, el cual en este momento debe estar en un basurero, pudriéndose al igual que yo en este potrero. Lloro hasta que ya no puedo más, hasta que las lágrimas se niegan a salir, y finalmente en ese lugar me dormí.

Al otro día desperté ahí, sucio, lleno de tierra y con una pena que me carcome el alma. Me paro y comienzo a deshacer lo andado, a medida que camino, la pena se va transformando en rabia, y la rabia en odio. Sin darme cuenta estoy en la puerta de su casa, en la cual ya no toco el timbre, solamente entro, rápido subo las escaleras donde a esta hora de la mañana debe estar durmiendo. Abro la puerta de su pieza, y ahí está durmiendo placidamente. La contemplo por un rato, la cama donde tantas veces dormí, donde alguna vez le dije que la quería. En el pasillo hay una escoba, la tomo con fuerza y comienzo a golpearla, sin piedad. Se oyen gritos llanto, lamentos, pero yo no puedo parar, no me puedo detener hasta que veo salir sangre de su cabeza. Ella llora, me dice que pare, que la comprenda. Yo no puedo comprender. No puedo. Se queda tirada en la cama, gimiendo de dolor, mientras de un golpe le arranco mi polera que ocupa para dormir. Ahí están sus pechos blancos, teñidos ahora por la sangre que desciende. Sin pensarlo le doy un mordisco, denso, certero hasta que siento el sabor de la sangre en mi boca. Ella grita pero ya me da lo mismo. Ya nada importa.

De aquí en adelante los recuerdos son difusos. Molido por la pena, me la tuve que comer solo. No le dije nada a mis padres, no le dije nada a mis amigos, viví el duelo personal, día a día, entre el alcohol, los caños y la famosa prueba, en la cual afortunadamente y a pesar de todo me fue excelente, pudiendo estudiar lo que yo quería, cambiarme de ciudad. Conocí gente nueva, y de a poco comencé a dejar atrás la etapa escolar, y a disfrutar la universitaria.

Ella nunca volvió al colegio, nunca más la volví a ver. Tampoco me importa mucho. Solo sé que si alguna vez tiene hijos, si es que ya no los tuvo, va a tener que ver la cicatriz en su pecho, cada vez que los amamante, cada vez que un bebe muerda su pecho pidiendo leche, se va a acordar del hijo de ambos que ella no quiso tener.

Del amor al odio, un solo paso dicen las viejas. El mio fue un paso bien duro, uno que no me gustaría volver a caminar. Afortunadamente lo fui superando y hoy solo es un mal recuerdo, muy malo la verdad. A veces me baja la nostalgia, como ahora, yo creo por eso me gustan tanto los niños, por eso me caen tan bien.

Aquellos tristes recuerdos, los he ido borrando de a poco, porque me hacen mucho daño. A pesar de todo, hay una cosa que no puedo sacarme de la mente, y que cada cierto tiempo regresa, como exigiendo que voltee la mirada, que disponga mi mente para recordar que: Blanca si es mujer, Julián si es hombre…